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martes, 17 de septiembre de 2013

Primeras angustias




Mi historia comienza con un acontecimiento de la época en la que tenía solamente cinco años e iba a un kínder cercano a donde vivía con mis padres.

Recuerdo claramente esas mañanas de tensión en las que mi madre me levantaba cuando aún no salía bien el sol. Era para mí como pararme de madrugada. Aún recuerdo la voz de mi madre apurándome para desayunar a la carrera, ya que la camioneta escolar me recogería para llevarme al peor sitio del mundo: el jardín de niños. Ese lugar donde podía pasar cualquier cosa.

Todos los días vivía la misma escena: mi madre apurándome a vestir y yo retorciéndome de angustia y miedo. Ella conocía bien mis síntomas: Primero comenzaba el dolor de estómago,  casi de inmediato me inclinaba para según yo, vomitar. Ella, simplemente tomaba una bacinica de esas que antaño se ponían debajo de las camas y la colocaba debajo de mí, sin mirarme siquiera. Yo hacía un gran esfuerzo para intentar vaciar lo que ya no tenía, porque la noche anterior mi digestión me había traicionado. Lo único que salía por mi boca eran si acaso algunas babas de bilis, durante esos instantes en los que mi mundo seguro y divertido se esfumaba, al escuchar momentos después, el insistente claxon de la camioneta escolar.

Todos los niños tenemos que apechugar ese momento en que los padres deciden enviarnos por primera vez al colegio, afrontar esos demonios en los que separarnos de mamá y su cobijo, representan la diferencia entre vivir o el morir de angustia.

Mi madre solía decir algo como que si ya había terminado de vomitar, tomara mis cosas porque era el momento de irme a la escuela. Jamás recuerdo haber logrado ningún efecto  con esos dramas matutinos...
 

En aquella escuela pasé dos años durante los cuales tuve que enfrentar, poco a poco, la angustia. Pero no fue la única emoción que llegué a sentir siendo niña. En otra ocasión brotó también la náusea, fruto del olor que queda cuando un compañero no pudo contener sus ganas de ir al baño. Aún recuerdo el horror de ver a aquel pequeño gordito quien todo sucio fue levantado prácticamente por los aires para ser llevado al sanitario, donde la maestra tendría que hacer las veces de una madre solícita y tierna.



Otra emoción quedó por siempre asociada con la niñez: La vergüenza. El recuerdo de aquella mañana en que por llegar un poco más tarde, la mesa donde nos acomodaban a las niñas, estaba completamente llena. Al mirar con atención, descubrí un diminuto espacio entre dos compañeras, en el cual intenté sentarme. Vagamente recuerdo como una niña rubia con un cierto aire de prepotencia se ofreció a acercarme la silla en el lugar adecuado. Creí en sus buenas intenciones; ya que aún no sabía discriminar la bondad de la maldad. Me dejé caer en el asiento, sin saber que la güera ya lo había retirado. Caí de espaldas dejando ver las piernas y quizás algo más; reconozco que el golpe no me había dolido tanto como el escuchar las risas escandalosas de los demás niños de mi salón de clases. Hice lo que cualquier otra criatura haría, llorar desconsoladamente. No podía levantarme del suelo. Me sentía demasiado humillada.

Sin embargo, un par de niños, uno rollizo de pelo oscuro y el otro más bien paliducho y con largas piernas, me dieron al mismo tiempo la mano para levantarme y de esa forma recoger también los pedazos de mi dignidad hecha añicos.

Algo bueno obtuve entonces de esa mala experiencia. A partir de ese día, Gabriel y Alejandro se volverían algo así como mis dos escuderos, por lo menos durante el periodo del jardín.

Con el tiempo, comprendí la importancia de contar con buenos amigos cada vez que me sintiera sola, triste o rechazada.

 


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