Lucía y Pepe se casaron una
lluviosa y triste tarde de invierno. Era como si el clima anticipara los
nubarrones que enturbiarían esa unión desde el primer día como esposos. A pesar
de lo hermoso que habían arreglado la iglesia, la ceremonia no fue nada alegre.
Ya que aunque se podía observar la belleza de Lucía y su rostro esperanzado, Pepe
su recién estrenado marido, no parecía compartir esa misma felicidad.
Luego de la boda religiosa, los
novios se dirigieron al salón donde sería la fiesta. Al principio, sus mejores
amigos y algunos familiares comenzaron bailando y brincando alrededor de los festejados.
Pero horas más tarde, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, Pepe comenzó a
beber sin parar como si en ello le fuera la vida. Los invitados murmuraban
acerca del calvario que sería para Lucía a partir de ese momento.
-¿No te parece que tu yerno toma demasiado? – comentaba con
sarcasmo Verónica dirigiéndose a Silvia, madre de la recién desposada.
-Cuñada, te voy a pedir un favor. Deja de hablar así acerca de
mi hija, que ya bastante mal la está pasando. Deberías medir tus palabras.
Doña Silvia de la Miyar, se veía realmente perturbada. Sabía
lo que representaba el tener que vivir con un alcohólico. Su hija estaba
repitiendo la misma historia que ella.
Inesperadamente, Pepe se puso de
pie a un lado de la mesa de honor, muy cerca de la orquesta, e hizo un brindis
con una de las mejores botellas de vino, que sus padres habían traído de
Francia:
-¡Querida! ya estarás satisfecha… ¡por fin me atrapaste! ¡Brindo
por ti y por tu éxito! –gritó con voz destemplada, mientras alzó la copa por
encima de su cabeza. Algo de líquido se derramó en la solapa del costoso y fino
smoking, pero no pareció inmutarse.
-Shhh… ¡Por favor Pepe, cállate, te van a escuchar los
invitados!- la voz de Lucía mostraba su desesperación y pena.
-¿Qué esperas que digan?, pues lo que tú y yo sabemos… que
si no te cumplía, no me iban a dar mi herencia. Así de simple…
Dos lágrimas rodaron por las
mejillas de Lucía, quien sin perder la compostura, guardó silencio recordando
la plática que meses antes tuviera con la que ahora era ya su suegra:
-Hijita, quiero pedirte algo. Mi
hijo necesita una buena mujer para que lo encauce, que le ayude a vencer sus
tentaciones. Quiero para él una buena esposa, que nos dé nietos a mi marido y a
mí. Tú sabes que José Juan heredará algún día nuestra fortuna, y no queremos
que ande rodando de aquí para allá. Te pido que lo ames y cuides. Estas
debilidades que tiene son simplemente fruto de que no ha sentado cabeza aún.
–La voz centrada y serena de Doña Amelia taladraba hoy la mente de Lucia.
-Si Doña Amelia, yo amo mucho a su hijo. Pero a veces me
duele ver la indiferencia con la que me trata. No me gustaría que se case
conmigo por obligación.
-Déjanos eso a nosotros. Tú solamente sigue conviviendo con
él que, con tu amor, él caerá rendido a tus pies. Eres una excelente mujer.
Así pasaron los meses, y José
Juan se fue comprometiendo con Lucía, más por interés que por amor. Ella en
todo ese tiempo, supo de algunas de sus infidelidades y de las noches en las
que por estar conviviendo con los amigos, llegaba hasta la mañana siguiente.
Pero como esa historia la había vivido con su propio padre, llegó a pensar que
era normal el que el hombre tomara y anduviera con otras mujeres.
Una voz conocida la sacó de sus pensamientos:
-Hija, Pepe se ha ido. –Su madre la miraba con compasión.
-¿Pero cómo me hace esto en
nuestra boda?, no es justo mamá… -la voz de Lucía se quebraba como un cristal,
en mil pedazos.
-Ven hijita, salgamos por la
puerta de atrás. Te llevo a casa. ¿No quieres irte con nosotros?- Doña Silvia
se sentía muy avergonzada de mirar esta escena tan desagradable.
Pablo, el padre de Lucía, había
aprendido a beber sin que se le notara demasiado, y menos a hacer desfiguros en
las fiestas de sociedad a las que asistían con frecuencia.
Era patético observar a la novia con los ojos llenos de
lágrimas en el día que tendría que haber sido uno de los más felices de su
vida…
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