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martes, 1 de octubre de 2013

A quien pudiera importarle...


Linda tenía la falda sucia llena de polvo y telarañas. Vivía con su tía Elsa en aquella enorme mansión. Se asomó por la ventana del segundo piso, y miró hacia el jardín. Era un enorme espacio lleno de yerbas, flores muertas y mucha maleza.

En ese momento, Elsa gritó:

-Levántate ya Linda, ¡que es tarde!

Elsa era una mujer de alrededor de 50 años, que pesaba unos 50 kilos de más, con piernas débiles, y que ocupaba la habitación del primer piso.

La sobrina fue bajando la escalera con pasos muy lentos. Su diminuto y delgado cuerpo venía cubierto con dos suéteres y una gruesa falda de pana llena de olor a humedad.

-Mira nada más como estás. ¿No te da vergüenza?... anda ve a bañarte o ¡no te doy tu desayuno!- gritó con voz gruesa la tía Elsa.

Linda volvió sobre sus pasos, miró con los ojos entrecerrados la escalera por donde recién había descendido y dejó la vista clavada en algún lugar de la pared.

Elsa la señaló con el dedo índice y alzó más la voz:

-O te bañas o…

Linda avanzó escaleras arriba. Con lentitud llegó hasta el baño. Entró topándose de frente con el espejo amarillento. Miró su rostro. Los pómulos salientes enmarcaban sus ojos hundidos. Se dirigió al botiquín. Encontró lo que buscaba. La oxidada navaja de su abuelo Salvador.

Tomó la misma y la llevó hacia su muñeca de la mano izquierda.

Comenzó haciéndose pequeños cortes a lo largo del brazo. Las gotas rojas caían por todo el lavabo. Su cara comenzó a esbozar una sonrisa…

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