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miércoles, 13 de noviembre de 2013

Mentira


Mayte acaricia con ternura la chambrita que bordó para su primer bebé que nacerá en dos semanas. Su embarazo ha sido bastante difícil, pero ella piensa que eso no importa ya. Si acaso se pregunta si Carlos, su esposo tendrá tiempo esta vez para acompañarla al ginecólogo, y sonríe felizmente mientras se acaricia el vientre.

Toda la habitación del bebé está dispuesta para recibirlo. La cuna adornada con un hermoso móvil que a Mayte le gusta poner a funcionar. Mientras observa la pared decorada, entrecierra los ojos imaginando la risa del bebé y ella paseándolo en la carreola que se encuentra en una esquina de la habitación.

Es tarde y Carlos aun no llega a casa. ¿Qué le habrá pasado esta vez? – se pregunta. ¿No será que tiene otra mujer? No parece estar muy interesado en este bebé que vas a tener…

Sacude de tu cabeza estos tontos pensamientos que te alteran, en este estado no es bueno para ti ni para tu bebé. Te dices a ti misma.

Mayte sale de la habitación y se sienta a esperar a su esposo en la mecedora con olor a madera recién barnizada. Mira por la ventana, pasan las horas y se queda dormida.

Hace dos horas que Carlos dejó la oficina, pero no enfiló hacia el hogar con su mujer. No, era demasiado tedioso llegar temprano y escucharla hablar sin fin de lo maravilloso que será cuando nazca el bebé. No fue eso lo que acordaron cuando decidieron casarse. Tú querías vivir libremente no atado a esa clase de responsabilidades. Mientras manejas a casa de tu amante, piensas si no esto del bebé ha sido el pretexto para alejarte de Mayte y de sus achaques. Que importa ya. Tienes dos o tres horas para pasártela genial con tu asistente ejecutiva. ¡Vaya que te sabe atender! Tuviste buen cuidado de escogerla no por su capacidad, sino por esas curvas que recorres cada vez que te sientes harto de las tonterías de tu mujer.

Mayte despierta de un sueño inquieto y ve que es bastante noche. Nuevamente Carlos ha tenido que atender algún asunto urgente en la oficina. Qué raro, no te llamó para avisarte. Debes acostarte ya que es bastante incómodo quedarse dormida en una mecedora.

Se levanta y en pocos minutos se queda profundamente dormida. Suena el teléfono pero no logra escucharlo.

Carlos decide que esta noche no llegará a casa. Le marca a Mayte pensando en mentirle acerca de unos clientes foráneos muy importantes que agarraron la jarra y a quienes debe llevar a su hotel a la hora que ellos decidan. No es necesario. Nadie te contesta. Debe estar dormida. Mejor para mí -piensas.

Te volteas hacia la suave fragancia dulzona de Raquel. No te gusta demasiado el aroma, pero en cuanto la miras a tu lado totalmente desnuda, todo se te olvida. Y vuelves a ser el número uno en la vida de una mujer.

jueves, 10 de octubre de 2013

Necesito algo más...


No sé cómo se fue dando esta situación.

Ahora que lo pienso, nunca lo hubiera creído de alguien como yo. Me doy cuenta que durante muchos años cumplí de manera cabal con mi rutina de vida.

Desde que me casé con Pedro ––hace casi 20 años––, mi vida entera giraba alrededor de mis tres hijos y de mi marido. Reconozco que fui educada como mujer en toda la extensión de la palabra. Todos los días cumplía con mis quehaceres sin siquiera cuestionar por qué Pedro no me ayudaba, o por qué me sentía culpable si no atendía a mis hijos igual que cuando eran más pequeños.

Solía dedicar las veinticuatro horas del día a cocinar, lavar, planchar, barrer, sacudir, traer el mandado y limpiarlo todo. Estaba al cien en todas las labores de la casa, y al término del día intentaba comprender que Pedro llegaba cansado y yo debía aceptar sus nulos modales dentro y fuera de nuestra cama.

Fui educada para servir y obedecer. Siendo la mayor de siete hermanos, y habiendo nacido en un rancho, me casé con Pedro, más por la costumbre de mi pueblo natal, que por estar segura de lo que quería.

Fueron pasando los años, y yo con cumpliendo con mi rutina sin fin. Pedro y yo fuimos a vivir a la Capital del estado y, a partir de allí, todo se reducía a cumplir con mis labores del hogar.

No sé cómo, pero una mañana, luego de intentar dejar mi casa totalmente limpia, comencé a sentirme demasiado cansada y fastidiada, y a preguntarme si eso era vivir. Entonces comencé a llorar casi sin poder contenerme. Eran todas las lágrimas que durante años, no había dejado salir. Sentía que algo comenzaba a cambiar en mi interior. A mi mente fueron llegando uno a uno muchos amargos recuerdos al lado de mi esposo.

 “Vieja, dame la sal”, “Vieja apúrate a darme de comer que ya tengo hambre”, “Vieja, mañana vamos al rancho a la fiesta del compadre Julio”. “Estoy cansado, déjame en paz”…

En ese instante no pude recordar ni una sola vez en que me dijera algo que mostrara el mínimo interés hacia mí, como persona… un “¿Querida, cómo estás hoy?”, “¿Dime qué te gustaría hacer el fin de semana?”…

Me di cuenta entonces de todo lo que nunca había tenido, de todo lo que me hacía falta.  Mi llanto se fue incrementando. Parecía que una cascada  brotara de mis ojos, con la fuerza del agua cayendo desde varios metros… Reconozco que mi crianza no fue la mejor, pues se me dijo desde niña que la mujer debía obedecer al marido, y cumplir con ser una buena ama de casa. A regañadientes me permitieron estudiar la primaria, y luego la secundaria, que por cierto no pude terminar, porque me casé muy joven. Tenía tan solo15 años… ¿Qué había sido de esa niña que alguna vez intenté ser? ¿La niña que en los momentos que le quedaban libres entre un quehacer y otro, soñaba con irse lejos algún día, y estudiar algo relacionado con el cuidado de los animales o, por lo menos, algo que le permitiera salir de esa pobreza extrema para poder alejarse para siempre de esa terrible sensación de vacío?

 
Ese vacío perforaba el alma, y poco a poco iba aniquilando las ilusiones y todas las ganas de vivir. Ahora, siendo adulta, comprendía por qué otra razón decidí casarme. En aquel entonces, Pedro me había prometido que viviríamos de otra forma en la ciudad y que tendríamos una casa como Dios manda. No sería parecida a aquellas hechas de tierra, de lámina y sudores viejos, en las que crecimos todos hacinados en una misma habitación, igual que los animales de granja en el chiquero.

Con el tiempo, Pedro construyó nuestra vivienda de material. Se fue haciendo de bienes y aunque nunca hemos sido ricos, gracias a su trabajo siendo chofer de trailer, nos ha ido alcanzando para comprar lo necesario, y quizás hasta para algo más.

Aún así, eso ya no es suficiente para mí. No me siento bien con él… cada vez que parece no fijarse si un día me esmeré más en la comida, cada vez que me usa y me desecha lo mismo que a un trapo viejo, por las noches cuando tiene ganas: yo me siento morir.

No puedo acostumbrarme a lo que ha hecho conmigo durante años y que yo no me daba cuenta. Hasta ahora… Me pregunto: “¿En qué momento sus manos, su cuerpo, su presencia se fue convirtiendo en un gran fastidio? ¿Cuándo se empezó a gestar este cambio en la forma de percibir mi vida a su lado?

Tengo que ser honesta; ahora que lo analizo, descubro que fue debido a la convivencia con una mujer que salió mucho antes que yo del pueblo en que ambas nacimos. Esta mujer, Soledad, se atrevió a hacer realidad su sueño. Claro que con el apoyo de una tía que la recibió en su casa, que le permitió dedicarse a estudiar y trabajar para terminar su carrera. En la actualidad ella trabaja en una empresa que le permite vivir con comodidad, e ir adquiriendo todo para la casa que, finalmente, le pertenece solo a ella.

Quiso el destino que coincidiéramos un día en un Centro Comercial. A partir de ese instante, nos volvimos las mejores amigas. A pesar de sus constantes fracasos en el amor, tenía algo que yo no tenía: la libertad para hacer con su vida lo que deseara. No sé si fueron las charlas en las cuales yo le describía lo que me pasaba con Pedro, o el hecho de imaginar posibilidades infinitas antes no consideradas, el caso es que ella un día cualquiera, me presentó a Nicolás. Vinieron a mí esos recuerdos que nunca olvidaré.

“Mucho gusto Adela” ––él estrechó mi mano con firmeza. Era un hombre más o menos de mi edad, pero a pesar de verse bastante viril no parecía ser un macho al estilo de Pedro.

Hay hechos que marcan tu vida para siempre. Conocer a Nicolás fue el que cambió mi vida. Con el pretexto de ver a Soledad, Nicolás se hacía el aparecido en algunas ocasiones en que nos reuníamos las dos amigas. Yo sabía que, tarde o temprano, algo sucedería. Cada semana Soledad y yo sentíamos la necesidad de reunirnos, y qué mejor lugar que hacerlo en su casa. Allí solíamos platicar por las tardes en las que mis hijos se quedaban con mi tía haciendo las tareas. Ya el mayor tenía 19 años, los otros dos, 17 y 15. No me preocupaba dejarlos con ella. Era como una abuela que los sabía contener. Mi tía ––hermana de mi padre–– hacía años que tenía una tienda de abarrotes, lo que le permitía vivir bien, trabajara o no mi tío, su esposo. Ella había sido para mí como una segunda madre, y a pesar de ser una mujer poco preparada profesionalmente siempre tenía la palabra adecuada para consolarme luego de los problemas con Pedro.

Una de esas tardes en las que platicábamos animadamente Sol, Nicolás y yo, se soltó un fuerte aguacero, y no tenía manera de volver a mi casa. Llamé a Pedro ––quien andaba de viaje–– y le comenté que me quedaría en casa de mi amiga, debido a la lluvia torrencial. Soledad vivía en una casa de interés social, en una colonia de reciente creación, donde aún no había suficiente pavimentación, lo cual creaba problemas de inundaciones. Me sentía ansiosa, casi sabiendo que algo iba a pasar, algo dentro de mí lo anhelaba, aunque otra parte sentía algo de culpa…

Soledad tenía una casita pequeña, pero confortable, la sala era bastante cómoda y las cortinas floreadas le daban un toque campirano que me hacía sentir en medio del campo. Mientras afuera la tormenta arreciaba, nosotros cenábamos y platicábamos alegres. Sentí como si de pronto yo no tuviera mis 35 años, sino más bien fuera una adolescente que se había quedado a dormir con su mejor amiga. Soledad parecía contenta de verme feliz, yo podía olvidar que tenía tres hijos, un marido y una vida sin sentido.

Todo se confabuló para que las cosas se dieran. Soledad se había levantado para traer más refresco. De pronto se escuchó un fuerte ruido, que hizo tronar el transformador de luz, dejándonos de inmediato en total oscuridad, quizás solo interrumpida por algunos breves destellos de aquellos rayos de la tormenta. Grité sin pensarlo y mi corazón se aceleró, ya que desde niña siempre le he temido a la oscuridad. De inmediato Nicolás se acercó más a mí, y sentí su mano apretando fuerte la mía. No alcanzaba a ver nada, pero él me transmitía toda su calma: ––Tranquila, no pasa nada.

Nicolás era un hombre que tenía alrededor de 40 años, con un pasado muy parecido al mío. A los 14 años salió de su pueblo, era hijo de padres muy poco preparados, pero él siempre tuvo un gran deseo de superarse. Había terminado la carrera de ingeniería, aunque hoy en día trabajaba para una importante empresa que le permitía vivir modestamente. En la actualidad se encontraba separado de su esposa por problemas con la familia política, no tenían hijos y él no quería tener ningún compromiso con nadie por el momento.

Intenté retirar mi mano, más por culpa que por falta de ganas.

––No me tengas miedo. No pienso hacerte daño ––dijo él mientras acercaba su cuerpo al mío.

––No, por favor, no… ––mi corazón quería salirse del pecho. Pedro, mi marido, era el único hombre con el que yo había estado.

Pero Nicolás estaba ya muy cerca. Se había volteado hacia mí. Sentía su aliento en mi rostro… moría porque me besara…

––¡Chicos, traigo una vela para que nos alumbre y seguir platicando ––Soledad llegaba, sin imaginarse la escena que encontraría. De inmediato se dio cuenta que era un mal momento. Tratando de disimular, agregó: ––¿Saben? Creo que es hora de irme a descansar, mañana tengo que trabajar y debo levantarme más temprano. Tengo demasiados pendientes que atender. Nicolás, te pido algo: cuando te vayas, por favor cierra bien la puerta. Adela, ponle el pasador a la puerta. Hasta mañana.

Como llegó se fue, llevándose la escasa luz que traía.

Reaccioné con las pocas fuerzas que me quedaban.

––No, Nicolás, esto no está bien. Soy una mujer casada, tengo mi familia, no  está nada bien que esté aquí contigo.

Él replicó: ––¿No has dicho que no eres feliz con Pedro? ¿Que él no sabe apreciarte? ¿Qué tu vida es miserable a su lado? ––decía esto mientras me abrazaba como si fuera un buen amigo. Lo cual me hacía sentir a salvo.

Cuando sentí sus brazos alrededor mío, las fuerzas para oponerme a sus avances flaquearon. Quizás influyó el que no pudiera verlo, o él a mí. Y comencé a sollozar. La lluvia parecía acompañar los acordes de mi llanto.

Nicolás me abrazó con más fuerza, pero ahora se volteó, de frente a mí, tomó  mi rostro bañado en lágrimas, levantó mi barbilla y agregó: ––No debes llorar por él. No lo merece. Debes pensar que aún eres joven, que tienes mucha vida por delante, y que no todos los hombres somos iguales.

No pude contenerme más. Y lo abracé.

Lo demás no podría describirlo con claridad, ya que todo fue pasando muy de prisa. No supe ni cómo. Cuando me di cuenta, ya me había entregado a él. Pero mi conciencia no me dejaba en paz: “Eres una cualquiera. ¿Cómo te atreves a tener que ver con alguien que no es tu marido? Ya nunca más serás una buena mujer”.

Nicolás se dio cuenta que no estaba con él, sino llena de remordimientos.

––Dime, ¿qué pasa?

––Pues no debí haberlo hecho. No me siento bien.

Estábamos medio sentados en el sillón de la sala, donde habíamos dejado fluir nuestros sentimientos. Me daba cuenta que descubría a su lado una parte de mí que antes no conocía. Luego de terminar, me había puesto la ropa interior y la blusa, dado que sentía vergüenza de mi propio cuerpo. La luz del amanecer comenzaba a entrar por la estancia, y vi a Nicolás aún desnudo a mi lado. Mirarlo me hizo ruborizarme casi como una colegiala que acaba de perder su virginidad.

“No he sido yo la que estuvo con él ––me decía––. O quizás, por primera vez, me había permitido ser quien era realmente”.

Aunque debo admitir que no fue una relación tan placentera en lo físico, sí lo fue, ya que por lo menos él era menos tosco que mi propio esposo. Lo que más me había sacudido era darme cuenta que yo podía dejarme ir, sin pensar en nada más. Influyó quizás el hecho de que ambos estábamos a oscuras.

Entonces él se levantó, comenzó a ponerse la ropa como si en ese momento se detuviera la escena anterior, y diera paso a la terrible sensación de rutina que ya me esperaba igual que todos los días.

Mi corazón dio un vuelco.

––¿Qué va a pasar ahora? ––pregunté con ansiedad.

Él volteó a mirarme y me devolvió la pregunta: ––¿Qué quieres que pase?

Mi cabeza daba vueltas, no atinaba a decir nada. Por un lado la tentación de engañar a Pedro era muy grande; él había tenido varias mujeres estando casados. Al principio, yo sufrí mucho. Ahora, ya no me importaba demasiado, más que en mi orgullo herido. Por otra parte estaban mis hijos, ellos no tenían culpa de nada… y al final pudo más eso.

––No Nicolás, creo que debemos olvidar lo que pasó. Tengo que seguir mi vida; soy madre y esposa.

––¿Estás segura de lo que dices? ––dijo él, aún sin abrocharse la camisa, y se acercó mientras me tomaba de las manos––. ¿Eso es lo que quieres? ––insistió.

Trató de besarme otra vez, pero la luz ya me permitía ver, lo que no había visto. No tenía la complicidad que me daba la oscuridad.

A pesar de las dudas, mi corazón ansiaba gritar y decirle: “¡No, Nicolás, no te vayas, no me dejes encerrada entre cuatro paredes, llena de sueños rotos, de días y noches sin sentido!”.

Sin embargo, de mis labios salieron estas palabras: ––Lo siento. Debo regresar a casa ––mi voz sonaba apagada, igual que se estaba apagando también mi vida.

No sabía que sería de nosotros, así que lo dejé partir.

 

Los días pasaron, casi no podía dormir, ni comer, mucho menos hacer mis quehaceres. Mis hijos me preguntaban si estaba enferma, porque no les hacía caso. Pedro comenzaba a sospechar algo, le parecía extraño ver lo mucho que descuidaba yo la casa. Era algo que me importaba tan poco...

 

Me movía como una autómata. Fingía seguir siendo la misma, pero no lo era. Ya nunca lo sería.

 

 

martes, 1 de octubre de 2013

A quien pudiera importarle...


Linda tenía la falda sucia llena de polvo y telarañas. Vivía con su tía Elsa en aquella enorme mansión. Se asomó por la ventana del segundo piso, y miró hacia el jardín. Era un enorme espacio lleno de yerbas, flores muertas y mucha maleza.

En ese momento, Elsa gritó:

-Levántate ya Linda, ¡que es tarde!

Elsa era una mujer de alrededor de 50 años, que pesaba unos 50 kilos de más, con piernas débiles, y que ocupaba la habitación del primer piso.

La sobrina fue bajando la escalera con pasos muy lentos. Su diminuto y delgado cuerpo venía cubierto con dos suéteres y una gruesa falda de pana llena de olor a humedad.

-Mira nada más como estás. ¿No te da vergüenza?... anda ve a bañarte o ¡no te doy tu desayuno!- gritó con voz gruesa la tía Elsa.

Linda volvió sobre sus pasos, miró con los ojos entrecerrados la escalera por donde recién había descendido y dejó la vista clavada en algún lugar de la pared.

Elsa la señaló con el dedo índice y alzó más la voz:

-O te bañas o…

Linda avanzó escaleras arriba. Con lentitud llegó hasta el baño. Entró topándose de frente con el espejo amarillento. Miró su rostro. Los pómulos salientes enmarcaban sus ojos hundidos. Se dirigió al botiquín. Encontró lo que buscaba. La oxidada navaja de su abuelo Salvador.

Tomó la misma y la llevó hacia su muñeca de la mano izquierda.

Comenzó haciéndose pequeños cortes a lo largo del brazo. Las gotas rojas caían por todo el lavabo. Su cara comenzó a esbozar una sonrisa…

martes, 17 de septiembre de 2013

Primeras angustias




Mi historia comienza con un acontecimiento de la época en la que tenía solamente cinco años e iba a un kínder cercano a donde vivía con mis padres.

Recuerdo claramente esas mañanas de tensión en las que mi madre me levantaba cuando aún no salía bien el sol. Era para mí como pararme de madrugada. Aún recuerdo la voz de mi madre apurándome para desayunar a la carrera, ya que la camioneta escolar me recogería para llevarme al peor sitio del mundo: el jardín de niños. Ese lugar donde podía pasar cualquier cosa.

Todos los días vivía la misma escena: mi madre apurándome a vestir y yo retorciéndome de angustia y miedo. Ella conocía bien mis síntomas: Primero comenzaba el dolor de estómago,  casi de inmediato me inclinaba para según yo, vomitar. Ella, simplemente tomaba una bacinica de esas que antaño se ponían debajo de las camas y la colocaba debajo de mí, sin mirarme siquiera. Yo hacía un gran esfuerzo para intentar vaciar lo que ya no tenía, porque la noche anterior mi digestión me había traicionado. Lo único que salía por mi boca eran si acaso algunas babas de bilis, durante esos instantes en los que mi mundo seguro y divertido se esfumaba, al escuchar momentos después, el insistente claxon de la camioneta escolar.

Todos los niños tenemos que apechugar ese momento en que los padres deciden enviarnos por primera vez al colegio, afrontar esos demonios en los que separarnos de mamá y su cobijo, representan la diferencia entre vivir o el morir de angustia.

Mi madre solía decir algo como que si ya había terminado de vomitar, tomara mis cosas porque era el momento de irme a la escuela. Jamás recuerdo haber logrado ningún efecto  con esos dramas matutinos...
 

En aquella escuela pasé dos años durante los cuales tuve que enfrentar, poco a poco, la angustia. Pero no fue la única emoción que llegué a sentir siendo niña. En otra ocasión brotó también la náusea, fruto del olor que queda cuando un compañero no pudo contener sus ganas de ir al baño. Aún recuerdo el horror de ver a aquel pequeño gordito quien todo sucio fue levantado prácticamente por los aires para ser llevado al sanitario, donde la maestra tendría que hacer las veces de una madre solícita y tierna.



Otra emoción quedó por siempre asociada con la niñez: La vergüenza. El recuerdo de aquella mañana en que por llegar un poco más tarde, la mesa donde nos acomodaban a las niñas, estaba completamente llena. Al mirar con atención, descubrí un diminuto espacio entre dos compañeras, en el cual intenté sentarme. Vagamente recuerdo como una niña rubia con un cierto aire de prepotencia se ofreció a acercarme la silla en el lugar adecuado. Creí en sus buenas intenciones; ya que aún no sabía discriminar la bondad de la maldad. Me dejé caer en el asiento, sin saber que la güera ya lo había retirado. Caí de espaldas dejando ver las piernas y quizás algo más; reconozco que el golpe no me había dolido tanto como el escuchar las risas escandalosas de los demás niños de mi salón de clases. Hice lo que cualquier otra criatura haría, llorar desconsoladamente. No podía levantarme del suelo. Me sentía demasiado humillada.

Sin embargo, un par de niños, uno rollizo de pelo oscuro y el otro más bien paliducho y con largas piernas, me dieron al mismo tiempo la mano para levantarme y de esa forma recoger también los pedazos de mi dignidad hecha añicos.

Algo bueno obtuve entonces de esa mala experiencia. A partir de ese día, Gabriel y Alejandro se volverían algo así como mis dos escuderos, por lo menos durante el periodo del jardín.

Con el tiempo, comprendí la importancia de contar con buenos amigos cada vez que me sintiera sola, triste o rechazada.

 


jueves, 12 de septiembre de 2013

De oruga a mariposa


 

Hasta mis 16 años, nunca me había sentido hermosa. Le ponía más atención al estudio, ya que se me facilitaba obtener buenas calificaciones. Como que no estaba consciente de esa belleza que se nos da como fruto de la juventud. A pesar de ser una chica simpática, tierna, y con una muy buena figura, no parecía sacarle más partido a los atributos físicos que tenía.

En cambio, una de mis compañeras del colegio -María Fernanda- era todo lo contrario a mí. Segura de sí misma, atrevida y muy seductora. Lógicamente ella solía tener detrás de si a un séquito de admiradores. Ella me buscaba para que le prestara mis apuntes, y ella a cambio me tomaba bajo su cuidado en las fiestas. Me gustaba salir con ella, ya que sin que yo hiciera mucho esfuerzo, terminábamos rodeadas de pretendientes, en una proporción de dos por uno. Por cada dos admiradores de ella, había uno que a veces se fijaba en mí. Yo era parte de su público, puesto que me sentía algo inhibida a su lado y no me parecía mal que ella fuera la que llamara la atención.

Pero una noche, algo me pasó. Como que de pronto me percaté que al arreglarme mejor, podía competir con Fernanda por las miradas masculinas. Y me dije:

-“Sandy, tú también eres hermosa, puedes conquistar a algún chico que te guste, anímate!”. Y entonces, me esmeré en mi arreglo personal como nunca antes. En esa ocasión, cuando Marifer me vio llegar a la fiesta de nuevo ingreso que nos organizaban los alumnos del último año de bachillerato, se mostró ambivalente ante mi cambio de imagen:

-¡Vaya, que diferencia!- dijo con ironía, mientras me tomaba de la mano y me giraba para verme de arriba abajo y por todos los ángulos, haciéndome sentir avergonzada.

No supe que responder cuando uno de sus amigos, con quien segundos antes ella platicaba animadamente, se dirigió a mí con mucho interés:

-No sabía que Marifer tenía amigas tan lindas… ¿Te gustaría bailar? – y de inmediato, me tomó de la mano empujandome al centro de la pista de baile.

Confieso que me sentí sumamente halagada ya que Daniel, era un chico realmente apuesto, de mayor estatura que yo, con una mirada encantadora como de niño travieso.

Dejé de sentirme poco agraciada. Ambos nos dimos cuenta de la cantidad de cosas que teníamos en común. Cantamos como un par de locos, a voz en cuello las mejores canciones de muchos de nuestros artistas favoritos. Fue una velada inolvidable.

A la mañana siguiente, abordé a Marifer en el pasillo de la escuela, para contarle mi gran aventura con su amigo:

-No sabes lo feliz que estoy de haber conocido a Daniel. –Exclamé llena de gozo.

-Sí, me di cuenta. Anoche fuiste de lo más egoísta conmigo. –Su voz sonaba furiosa.

-¿No te da gusto que por fin haya encontrado a un chico especial? – dije extrañada.

No podía concebir que ella me hiciera sentir mal, cuando muchas veces en las reuniones se olvidaba de mí, si el chavo que le gustaba la invitaba a estar con él en su mesa.

-No es eso. Se suponía que íbamos a estar juntas durante la fiesta. –Decía frunciendo los labios con esa voz de niña malcriada que yo conocía perfectamente.

-Siento mucho que lo veas así. Daniel es tu amigo, y creí que yo también. Pero ahora veo que la egoísta eres tú. –dije con voz firme.

-¿Ah sí?, ¿Eso es lo que piensas de mí?-  ella levantaba la voz mientras manoteaba con vehemencia…

-No te exaltes, simplemente que no te entiendo. Creí que te alegrarías por mi felicidad.-insistí.

-¡Ja,ja!- ¿A poco crees que Daniel te va a tomar en serio?- Él no se compromete jamás con nadie. Como se ve que eres ingenua.  Marifer podía ser muy dura cuando se sentía lastimada.

Llena de coraje, se dio la vuelta dejándome con una gran inquietud.

Esa misma tarde hablé con Daniel, quien aclaró mis dudas:

-Mira Sandy, sé que no he sido una blanca paloma, pero la verdad eres muy especial y me gustaría que nos tratáramos más. Ayer la pase genial contigo. Y respecto a Marifer, pues no entiendo porque se puso así.

-¿No estará celosa? –dije para ver su reacción.

-Tengo que confesarte algo. Ella quiso conmigo, pero la verdad es una chava muy acelerada. Como amiga es divertida, pero le he conocido muchos galanes y no anda solo con uno sino con varios.

-No me gusta escuchar a un hombre hablar mal de una mujer, por más que tengas algo que decir. Recuerda que ella y yo a pesar de todo hemos sido amigas.

De inmediato él hizo un ademan como para terminar la plática:

-No me interesa seguir hablando del asunto. –puntualizó, mientras me pasaba el brazo e intentaba besarme.

-No Daniel, no me gusta ir tan deprisa.  –dije mientras me zafaba.

-De acuerdo, lo haremos como tú digas. Realmente me interesas.

Me sentí bien al ponerle condiciones ya que sabía que de no hacerlo, me tomaría como una chava fácil, de esas que se entregan y luego las critican por locas.

Daniel fue mi primer amor, y hoy luego de casi 20 años de vivir con él, sigo enamorada.

¿Qué fue de Marifer? Quizás te preguntes. Pues nada, nunca se casó. Acabó viviendo sola con una tía abuela quien le heredó su casa y la responsabilidad de cuidar a sus gatos.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Un amor roto en pedazos...


Lucía y Pepe se casaron una lluviosa y triste tarde de invierno. Era como si el clima anticipara los nubarrones que enturbiarían esa unión desde el primer día como esposos. A pesar de lo hermoso que habían arreglado la iglesia, la ceremonia no fue nada alegre. Ya que aunque se podía observar la belleza de Lucía y su rostro esperanzado, Pepe su recién estrenado marido, no parecía compartir esa misma felicidad.

Luego de la boda religiosa, los novios se dirigieron al salón donde sería la fiesta. Al principio, sus mejores amigos y algunos familiares comenzaron bailando y brincando alrededor de los festejados. Pero horas más tarde, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, Pepe comenzó a beber sin parar como si en ello le fuera la vida. Los invitados murmuraban acerca del calvario que sería para Lucía a partir de ese momento.

-¿No te parece que tu yerno toma demasiado? – comentaba con sarcasmo Verónica dirigiéndose a Silvia, madre de la recién desposada.

-Cuñada, te voy a pedir un favor. Deja de hablar así acerca de mi hija, que ya bastante mal la está pasando. Deberías medir tus palabras.

Doña Silvia de la Miyar, se veía realmente perturbada. Sabía lo que representaba el tener que vivir con un alcohólico. Su hija estaba repitiendo la misma historia que ella.

Inesperadamente, Pepe se puso de pie a un lado de la mesa de honor, muy cerca de la orquesta, e hizo un brindis con una de las mejores botellas de vino, que sus padres habían traído de Francia:

-¡Querida! ya estarás satisfecha… ¡por fin me atrapaste! ¡Brindo por ti y por tu éxito! –gritó con voz destemplada, mientras alzó la copa por encima de su cabeza. Algo de líquido se derramó en la solapa del costoso y fino smoking, pero no pareció inmutarse.

-Shhh… ¡Por favor Pepe, cállate, te van a escuchar los invitados!- la voz de Lucía mostraba su desesperación y pena.

-¿Qué esperas que digan?, pues lo que tú y yo sabemos… que si no te cumplía, no me iban a dar mi herencia. Así de simple…

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de Lucía, quien sin perder la compostura, guardó silencio recordando la plática que meses antes tuviera con la que ahora era ya su suegra:

-Hijita, quiero pedirte algo. Mi hijo necesita una buena mujer para que lo encauce, que le ayude a vencer sus tentaciones. Quiero para él una buena esposa, que nos dé nietos a mi marido y a mí. Tú sabes que José Juan heredará algún día nuestra fortuna, y no queremos que ande rodando de aquí para allá. Te pido que lo ames y cuides. Estas debilidades que tiene son simplemente fruto de que no ha sentado cabeza aún. –La voz centrada y serena de Doña Amelia taladraba hoy la mente de Lucia.

-Si Doña Amelia, yo amo mucho a su hijo. Pero a veces me duele ver la indiferencia con la que me trata. No me gustaría que se case conmigo por obligación.

-Déjanos eso a nosotros. Tú solamente sigue conviviendo con él que, con tu amor, él caerá rendido a tus pies. Eres una excelente mujer.

Así pasaron los meses, y José Juan se fue comprometiendo con Lucía, más por interés que por amor. Ella en todo ese tiempo, supo de algunas de sus infidelidades y de las noches en las que por estar conviviendo con los amigos, llegaba hasta la mañana siguiente. Pero como esa historia la había vivido con su propio padre, llegó a pensar que era normal el que el hombre tomara y anduviera con otras mujeres.

Una voz conocida la sacó de sus pensamientos:

-Hija, Pepe se ha ido. –Su madre la miraba con compasión.

-¿Pero cómo me hace esto en nuestra boda?, no es justo mamá… -la voz de Lucía se quebraba como un cristal, en mil pedazos.

-Ven hijita, salgamos por la puerta de atrás. Te llevo a casa. ¿No quieres irte con nosotros?- Doña Silvia se sentía muy avergonzada de mirar esta escena tan desagradable.

Pablo, el padre de Lucía, había aprendido a beber sin que se le notara demasiado, y menos a hacer desfiguros en las fiestas de sociedad a las que asistían con frecuencia.

Era patético observar a la novia con los ojos llenos de lágrimas en el día que tendría que haber sido uno de los más felices de su vida…

jueves, 5 de septiembre de 2013

Libre al fin...


 
María a sus 43 años, no tenía ganas de ir a la fiesta de cumpleaños de su padre. Era una tradición asistir, pero para ella era un verdadero tormento. Las preguntas de siempre martillarían durante semanas su cabeza: -Hijita, ¿Por qué no te has casado? –la voz de su abuela llena de preocupación.

-Mi hermana le huye a los hombres, a veces pienso que le gustan las mujeres –la voz afeminada de su hermano homosexual, quien no dejaba pasar la oportunidad de agredirla.

- María no quiere las sagradas obligaciones que conlleva el estar casada, agregaba invariablemente la voz aguda y acusadora de su madre…

Esas voces la habían perseguido por siempre. No, en esta ocasión, no iría a la reunión familiar. Podría seguir tranquila sin tener que dar explicación alguna. Entonces, decidió que lo mejor era quedarse en su casa a escuchar su música favorita y de pronto esas voces no tendrían más poder en su vida.