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jueves, 10 de octubre de 2013

Necesito algo más...


No sé cómo se fue dando esta situación.

Ahora que lo pienso, nunca lo hubiera creído de alguien como yo. Me doy cuenta que durante muchos años cumplí de manera cabal con mi rutina de vida.

Desde que me casé con Pedro ––hace casi 20 años––, mi vida entera giraba alrededor de mis tres hijos y de mi marido. Reconozco que fui educada como mujer en toda la extensión de la palabra. Todos los días cumplía con mis quehaceres sin siquiera cuestionar por qué Pedro no me ayudaba, o por qué me sentía culpable si no atendía a mis hijos igual que cuando eran más pequeños.

Solía dedicar las veinticuatro horas del día a cocinar, lavar, planchar, barrer, sacudir, traer el mandado y limpiarlo todo. Estaba al cien en todas las labores de la casa, y al término del día intentaba comprender que Pedro llegaba cansado y yo debía aceptar sus nulos modales dentro y fuera de nuestra cama.

Fui educada para servir y obedecer. Siendo la mayor de siete hermanos, y habiendo nacido en un rancho, me casé con Pedro, más por la costumbre de mi pueblo natal, que por estar segura de lo que quería.

Fueron pasando los años, y yo con cumpliendo con mi rutina sin fin. Pedro y yo fuimos a vivir a la Capital del estado y, a partir de allí, todo se reducía a cumplir con mis labores del hogar.

No sé cómo, pero una mañana, luego de intentar dejar mi casa totalmente limpia, comencé a sentirme demasiado cansada y fastidiada, y a preguntarme si eso era vivir. Entonces comencé a llorar casi sin poder contenerme. Eran todas las lágrimas que durante años, no había dejado salir. Sentía que algo comenzaba a cambiar en mi interior. A mi mente fueron llegando uno a uno muchos amargos recuerdos al lado de mi esposo.

 “Vieja, dame la sal”, “Vieja apúrate a darme de comer que ya tengo hambre”, “Vieja, mañana vamos al rancho a la fiesta del compadre Julio”. “Estoy cansado, déjame en paz”…

En ese instante no pude recordar ni una sola vez en que me dijera algo que mostrara el mínimo interés hacia mí, como persona… un “¿Querida, cómo estás hoy?”, “¿Dime qué te gustaría hacer el fin de semana?”…

Me di cuenta entonces de todo lo que nunca había tenido, de todo lo que me hacía falta.  Mi llanto se fue incrementando. Parecía que una cascada  brotara de mis ojos, con la fuerza del agua cayendo desde varios metros… Reconozco que mi crianza no fue la mejor, pues se me dijo desde niña que la mujer debía obedecer al marido, y cumplir con ser una buena ama de casa. A regañadientes me permitieron estudiar la primaria, y luego la secundaria, que por cierto no pude terminar, porque me casé muy joven. Tenía tan solo15 años… ¿Qué había sido de esa niña que alguna vez intenté ser? ¿La niña que en los momentos que le quedaban libres entre un quehacer y otro, soñaba con irse lejos algún día, y estudiar algo relacionado con el cuidado de los animales o, por lo menos, algo que le permitiera salir de esa pobreza extrema para poder alejarse para siempre de esa terrible sensación de vacío?

 
Ese vacío perforaba el alma, y poco a poco iba aniquilando las ilusiones y todas las ganas de vivir. Ahora, siendo adulta, comprendía por qué otra razón decidí casarme. En aquel entonces, Pedro me había prometido que viviríamos de otra forma en la ciudad y que tendríamos una casa como Dios manda. No sería parecida a aquellas hechas de tierra, de lámina y sudores viejos, en las que crecimos todos hacinados en una misma habitación, igual que los animales de granja en el chiquero.

Con el tiempo, Pedro construyó nuestra vivienda de material. Se fue haciendo de bienes y aunque nunca hemos sido ricos, gracias a su trabajo siendo chofer de trailer, nos ha ido alcanzando para comprar lo necesario, y quizás hasta para algo más.

Aún así, eso ya no es suficiente para mí. No me siento bien con él… cada vez que parece no fijarse si un día me esmeré más en la comida, cada vez que me usa y me desecha lo mismo que a un trapo viejo, por las noches cuando tiene ganas: yo me siento morir.

No puedo acostumbrarme a lo que ha hecho conmigo durante años y que yo no me daba cuenta. Hasta ahora… Me pregunto: “¿En qué momento sus manos, su cuerpo, su presencia se fue convirtiendo en un gran fastidio? ¿Cuándo se empezó a gestar este cambio en la forma de percibir mi vida a su lado?

Tengo que ser honesta; ahora que lo analizo, descubro que fue debido a la convivencia con una mujer que salió mucho antes que yo del pueblo en que ambas nacimos. Esta mujer, Soledad, se atrevió a hacer realidad su sueño. Claro que con el apoyo de una tía que la recibió en su casa, que le permitió dedicarse a estudiar y trabajar para terminar su carrera. En la actualidad ella trabaja en una empresa que le permite vivir con comodidad, e ir adquiriendo todo para la casa que, finalmente, le pertenece solo a ella.

Quiso el destino que coincidiéramos un día en un Centro Comercial. A partir de ese instante, nos volvimos las mejores amigas. A pesar de sus constantes fracasos en el amor, tenía algo que yo no tenía: la libertad para hacer con su vida lo que deseara. No sé si fueron las charlas en las cuales yo le describía lo que me pasaba con Pedro, o el hecho de imaginar posibilidades infinitas antes no consideradas, el caso es que ella un día cualquiera, me presentó a Nicolás. Vinieron a mí esos recuerdos que nunca olvidaré.

“Mucho gusto Adela” ––él estrechó mi mano con firmeza. Era un hombre más o menos de mi edad, pero a pesar de verse bastante viril no parecía ser un macho al estilo de Pedro.

Hay hechos que marcan tu vida para siempre. Conocer a Nicolás fue el que cambió mi vida. Con el pretexto de ver a Soledad, Nicolás se hacía el aparecido en algunas ocasiones en que nos reuníamos las dos amigas. Yo sabía que, tarde o temprano, algo sucedería. Cada semana Soledad y yo sentíamos la necesidad de reunirnos, y qué mejor lugar que hacerlo en su casa. Allí solíamos platicar por las tardes en las que mis hijos se quedaban con mi tía haciendo las tareas. Ya el mayor tenía 19 años, los otros dos, 17 y 15. No me preocupaba dejarlos con ella. Era como una abuela que los sabía contener. Mi tía ––hermana de mi padre–– hacía años que tenía una tienda de abarrotes, lo que le permitía vivir bien, trabajara o no mi tío, su esposo. Ella había sido para mí como una segunda madre, y a pesar de ser una mujer poco preparada profesionalmente siempre tenía la palabra adecuada para consolarme luego de los problemas con Pedro.

Una de esas tardes en las que platicábamos animadamente Sol, Nicolás y yo, se soltó un fuerte aguacero, y no tenía manera de volver a mi casa. Llamé a Pedro ––quien andaba de viaje–– y le comenté que me quedaría en casa de mi amiga, debido a la lluvia torrencial. Soledad vivía en una casa de interés social, en una colonia de reciente creación, donde aún no había suficiente pavimentación, lo cual creaba problemas de inundaciones. Me sentía ansiosa, casi sabiendo que algo iba a pasar, algo dentro de mí lo anhelaba, aunque otra parte sentía algo de culpa…

Soledad tenía una casita pequeña, pero confortable, la sala era bastante cómoda y las cortinas floreadas le daban un toque campirano que me hacía sentir en medio del campo. Mientras afuera la tormenta arreciaba, nosotros cenábamos y platicábamos alegres. Sentí como si de pronto yo no tuviera mis 35 años, sino más bien fuera una adolescente que se había quedado a dormir con su mejor amiga. Soledad parecía contenta de verme feliz, yo podía olvidar que tenía tres hijos, un marido y una vida sin sentido.

Todo se confabuló para que las cosas se dieran. Soledad se había levantado para traer más refresco. De pronto se escuchó un fuerte ruido, que hizo tronar el transformador de luz, dejándonos de inmediato en total oscuridad, quizás solo interrumpida por algunos breves destellos de aquellos rayos de la tormenta. Grité sin pensarlo y mi corazón se aceleró, ya que desde niña siempre le he temido a la oscuridad. De inmediato Nicolás se acercó más a mí, y sentí su mano apretando fuerte la mía. No alcanzaba a ver nada, pero él me transmitía toda su calma: ––Tranquila, no pasa nada.

Nicolás era un hombre que tenía alrededor de 40 años, con un pasado muy parecido al mío. A los 14 años salió de su pueblo, era hijo de padres muy poco preparados, pero él siempre tuvo un gran deseo de superarse. Había terminado la carrera de ingeniería, aunque hoy en día trabajaba para una importante empresa que le permitía vivir modestamente. En la actualidad se encontraba separado de su esposa por problemas con la familia política, no tenían hijos y él no quería tener ningún compromiso con nadie por el momento.

Intenté retirar mi mano, más por culpa que por falta de ganas.

––No me tengas miedo. No pienso hacerte daño ––dijo él mientras acercaba su cuerpo al mío.

––No, por favor, no… ––mi corazón quería salirse del pecho. Pedro, mi marido, era el único hombre con el que yo había estado.

Pero Nicolás estaba ya muy cerca. Se había volteado hacia mí. Sentía su aliento en mi rostro… moría porque me besara…

––¡Chicos, traigo una vela para que nos alumbre y seguir platicando ––Soledad llegaba, sin imaginarse la escena que encontraría. De inmediato se dio cuenta que era un mal momento. Tratando de disimular, agregó: ––¿Saben? Creo que es hora de irme a descansar, mañana tengo que trabajar y debo levantarme más temprano. Tengo demasiados pendientes que atender. Nicolás, te pido algo: cuando te vayas, por favor cierra bien la puerta. Adela, ponle el pasador a la puerta. Hasta mañana.

Como llegó se fue, llevándose la escasa luz que traía.

Reaccioné con las pocas fuerzas que me quedaban.

––No, Nicolás, esto no está bien. Soy una mujer casada, tengo mi familia, no  está nada bien que esté aquí contigo.

Él replicó: ––¿No has dicho que no eres feliz con Pedro? ¿Que él no sabe apreciarte? ¿Qué tu vida es miserable a su lado? ––decía esto mientras me abrazaba como si fuera un buen amigo. Lo cual me hacía sentir a salvo.

Cuando sentí sus brazos alrededor mío, las fuerzas para oponerme a sus avances flaquearon. Quizás influyó el que no pudiera verlo, o él a mí. Y comencé a sollozar. La lluvia parecía acompañar los acordes de mi llanto.

Nicolás me abrazó con más fuerza, pero ahora se volteó, de frente a mí, tomó  mi rostro bañado en lágrimas, levantó mi barbilla y agregó: ––No debes llorar por él. No lo merece. Debes pensar que aún eres joven, que tienes mucha vida por delante, y que no todos los hombres somos iguales.

No pude contenerme más. Y lo abracé.

Lo demás no podría describirlo con claridad, ya que todo fue pasando muy de prisa. No supe ni cómo. Cuando me di cuenta, ya me había entregado a él. Pero mi conciencia no me dejaba en paz: “Eres una cualquiera. ¿Cómo te atreves a tener que ver con alguien que no es tu marido? Ya nunca más serás una buena mujer”.

Nicolás se dio cuenta que no estaba con él, sino llena de remordimientos.

––Dime, ¿qué pasa?

––Pues no debí haberlo hecho. No me siento bien.

Estábamos medio sentados en el sillón de la sala, donde habíamos dejado fluir nuestros sentimientos. Me daba cuenta que descubría a su lado una parte de mí que antes no conocía. Luego de terminar, me había puesto la ropa interior y la blusa, dado que sentía vergüenza de mi propio cuerpo. La luz del amanecer comenzaba a entrar por la estancia, y vi a Nicolás aún desnudo a mi lado. Mirarlo me hizo ruborizarme casi como una colegiala que acaba de perder su virginidad.

“No he sido yo la que estuvo con él ––me decía––. O quizás, por primera vez, me había permitido ser quien era realmente”.

Aunque debo admitir que no fue una relación tan placentera en lo físico, sí lo fue, ya que por lo menos él era menos tosco que mi propio esposo. Lo que más me había sacudido era darme cuenta que yo podía dejarme ir, sin pensar en nada más. Influyó quizás el hecho de que ambos estábamos a oscuras.

Entonces él se levantó, comenzó a ponerse la ropa como si en ese momento se detuviera la escena anterior, y diera paso a la terrible sensación de rutina que ya me esperaba igual que todos los días.

Mi corazón dio un vuelco.

––¿Qué va a pasar ahora? ––pregunté con ansiedad.

Él volteó a mirarme y me devolvió la pregunta: ––¿Qué quieres que pase?

Mi cabeza daba vueltas, no atinaba a decir nada. Por un lado la tentación de engañar a Pedro era muy grande; él había tenido varias mujeres estando casados. Al principio, yo sufrí mucho. Ahora, ya no me importaba demasiado, más que en mi orgullo herido. Por otra parte estaban mis hijos, ellos no tenían culpa de nada… y al final pudo más eso.

––No Nicolás, creo que debemos olvidar lo que pasó. Tengo que seguir mi vida; soy madre y esposa.

––¿Estás segura de lo que dices? ––dijo él, aún sin abrocharse la camisa, y se acercó mientras me tomaba de las manos––. ¿Eso es lo que quieres? ––insistió.

Trató de besarme otra vez, pero la luz ya me permitía ver, lo que no había visto. No tenía la complicidad que me daba la oscuridad.

A pesar de las dudas, mi corazón ansiaba gritar y decirle: “¡No, Nicolás, no te vayas, no me dejes encerrada entre cuatro paredes, llena de sueños rotos, de días y noches sin sentido!”.

Sin embargo, de mis labios salieron estas palabras: ––Lo siento. Debo regresar a casa ––mi voz sonaba apagada, igual que se estaba apagando también mi vida.

No sabía que sería de nosotros, así que lo dejé partir.

 

Los días pasaron, casi no podía dormir, ni comer, mucho menos hacer mis quehaceres. Mis hijos me preguntaban si estaba enferma, porque no les hacía caso. Pedro comenzaba a sospechar algo, le parecía extraño ver lo mucho que descuidaba yo la casa. Era algo que me importaba tan poco...

 

Me movía como una autómata. Fingía seguir siendo la misma, pero no lo era. Ya nunca lo sería.

 

 

martes, 1 de octubre de 2013

A quien pudiera importarle...


Linda tenía la falda sucia llena de polvo y telarañas. Vivía con su tía Elsa en aquella enorme mansión. Se asomó por la ventana del segundo piso, y miró hacia el jardín. Era un enorme espacio lleno de yerbas, flores muertas y mucha maleza.

En ese momento, Elsa gritó:

-Levántate ya Linda, ¡que es tarde!

Elsa era una mujer de alrededor de 50 años, que pesaba unos 50 kilos de más, con piernas débiles, y que ocupaba la habitación del primer piso.

La sobrina fue bajando la escalera con pasos muy lentos. Su diminuto y delgado cuerpo venía cubierto con dos suéteres y una gruesa falda de pana llena de olor a humedad.

-Mira nada más como estás. ¿No te da vergüenza?... anda ve a bañarte o ¡no te doy tu desayuno!- gritó con voz gruesa la tía Elsa.

Linda volvió sobre sus pasos, miró con los ojos entrecerrados la escalera por donde recién había descendido y dejó la vista clavada en algún lugar de la pared.

Elsa la señaló con el dedo índice y alzó más la voz:

-O te bañas o…

Linda avanzó escaleras arriba. Con lentitud llegó hasta el baño. Entró topándose de frente con el espejo amarillento. Miró su rostro. Los pómulos salientes enmarcaban sus ojos hundidos. Se dirigió al botiquín. Encontró lo que buscaba. La oxidada navaja de su abuelo Salvador.

Tomó la misma y la llevó hacia su muñeca de la mano izquierda.

Comenzó haciéndose pequeños cortes a lo largo del brazo. Las gotas rojas caían por todo el lavabo. Su cara comenzó a esbozar una sonrisa…