No sé cómo se fue dando
esta situación.
Ahora que lo pienso,
nunca lo hubiera creído de alguien como yo. Me doy cuenta que durante muchos
años cumplí de manera cabal con mi rutina de vida.
Desde que me casé con
Pedro ––hace casi 20 años––, mi vida entera giraba alrededor de mis tres hijos
y de mi marido. Reconozco que fui educada como mujer en toda la extensión de la
palabra. Todos los días cumplía con mis quehaceres sin siquiera cuestionar por
qué Pedro no me ayudaba, o por qué me sentía culpable si no atendía a mis hijos
igual que cuando eran más pequeños.
Solía dedicar las
veinticuatro horas del día a cocinar, lavar, planchar, barrer, sacudir, traer
el mandado y limpiarlo todo. Estaba al cien en todas las labores de la casa, y
al término del día intentaba comprender que Pedro llegaba cansado y yo debía
aceptar sus nulos modales dentro y fuera de nuestra cama.
Fui educada para servir
y obedecer. Siendo la mayor de siete hermanos, y habiendo nacido en un rancho,
me casé con Pedro, más por la costumbre de mi pueblo natal, que por estar
segura de lo que quería.
Fueron pasando los
años, y yo con cumpliendo con mi rutina sin fin. Pedro y yo fuimos a vivir a la
Capital del estado y, a partir de allí, todo se reducía a cumplir con mis
labores del hogar.
No sé cómo, pero una
mañana, luego de intentar dejar mi casa totalmente limpia, comencé a sentirme demasiado
cansada y fastidiada, y a preguntarme si eso era vivir. Entonces comencé a
llorar casi sin poder contenerme. Eran todas las lágrimas que durante años, no
había dejado salir. Sentía que algo comenzaba a cambiar en mi interior. A mi
mente fueron llegando uno a uno muchos amargos recuerdos al lado de mi esposo.
“Vieja, dame la sal”, “Vieja apúrate a darme
de comer que ya tengo hambre”, “Vieja, mañana vamos al rancho a la fiesta del
compadre Julio”. “Estoy cansado, déjame en paz”…
En ese instante no pude
recordar ni una sola vez en que me dijera algo que mostrara el mínimo interés
hacia mí, como persona… un “¿Querida, cómo estás hoy?”, “¿Dime qué te gustaría
hacer el fin de semana?”…
Me di cuenta entonces
de todo lo que nunca había tenido, de todo lo que me hacía falta. Mi llanto se fue incrementando. Parecía que
una cascada brotara de mis ojos, con la
fuerza del agua cayendo desde varios metros… Reconozco que mi crianza no fue la
mejor, pues se me dijo desde niña que la mujer debía obedecer al marido, y
cumplir con ser una buena ama de casa. A regañadientes me permitieron estudiar
la primaria, y luego la secundaria, que por cierto no pude terminar, porque me
casé muy joven. Tenía tan solo15 años… ¿Qué había sido de esa niña que alguna
vez intenté ser? ¿La niña que en los momentos que le quedaban libres entre un
quehacer y otro, soñaba con irse lejos algún día, y estudiar algo relacionado
con el cuidado de los animales o, por lo menos, algo que le permitiera salir de
esa pobreza extrema para poder alejarse para siempre de esa terrible sensación
de vacío?
Ese vacío perforaba el
alma, y poco a poco iba aniquilando las ilusiones y todas las ganas de vivir. Ahora,
siendo adulta, comprendía por qué otra razón decidí casarme. En aquel entonces,
Pedro me había prometido que viviríamos de otra forma en la ciudad y que
tendríamos una casa como Dios manda. No sería parecida a aquellas hechas de
tierra, de lámina y sudores viejos, en las que crecimos todos hacinados en una
misma habitación, igual que los animales de granja en el chiquero.
Con el tiempo, Pedro
construyó nuestra vivienda de material. Se fue haciendo de bienes y aunque
nunca hemos sido ricos, gracias a su trabajo siendo chofer de trailer, nos ha ido alcanzando para
comprar lo necesario, y quizás hasta para algo más.
Aún así, eso ya no es
suficiente para mí. No me siento bien con él… cada vez que parece no fijarse si
un día me esmeré más en la comida, cada vez que me usa y me desecha lo mismo
que a un trapo viejo, por las noches cuando tiene ganas: yo me siento morir.
No puedo acostumbrarme
a lo que ha hecho conmigo durante años y que yo no me daba cuenta. Hasta ahora…
Me pregunto: “¿En qué momento sus manos, su cuerpo, su presencia se fue
convirtiendo en un gran fastidio? ¿Cuándo se empezó a gestar este cambio en la
forma de percibir mi vida a su lado?
Tengo que ser honesta;
ahora que lo analizo, descubro que fue debido a la convivencia con una mujer
que salió mucho antes que yo del pueblo en que ambas nacimos. Esta mujer,
Soledad, se atrevió a hacer realidad su sueño. Claro que con el apoyo de una
tía que la recibió en su casa, que le permitió dedicarse a estudiar y trabajar
para terminar su carrera. En la actualidad ella trabaja en una empresa que le
permite vivir con comodidad, e ir adquiriendo todo para la casa que,
finalmente, le pertenece solo a ella.
Quiso el destino que
coincidiéramos un día en un Centro Comercial. A partir de ese instante, nos
volvimos las mejores amigas. A pesar de sus constantes fracasos en el amor,
tenía algo que yo no tenía: la libertad para hacer con su vida lo que deseara. No
sé si fueron las charlas en las cuales yo le describía lo que me pasaba con
Pedro, o el hecho de imaginar posibilidades infinitas antes no consideradas, el
caso es que ella un día cualquiera, me presentó a Nicolás. Vinieron a mí esos
recuerdos que nunca olvidaré.
“Mucho gusto Adela”
––él estrechó mi mano con firmeza. Era un hombre más o menos de mi edad, pero a
pesar de verse bastante viril no parecía ser un macho al estilo de Pedro.
Hay hechos que marcan
tu vida para siempre. Conocer a Nicolás fue el que cambió mi vida. Con el
pretexto de ver a Soledad, Nicolás se hacía el aparecido en algunas ocasiones
en que nos reuníamos las dos amigas. Yo sabía que, tarde o temprano, algo
sucedería. Cada semana Soledad y yo sentíamos la necesidad de reunirnos, y qué
mejor lugar que hacerlo en su casa. Allí solíamos platicar por las tardes en
las que mis hijos se quedaban con mi tía haciendo las tareas. Ya el mayor tenía
19 años, los otros dos, 17 y 15. No me preocupaba dejarlos con ella. Era como
una abuela que los sabía contener. Mi tía ––hermana de mi padre–– hacía años
que tenía una tienda de abarrotes, lo que le permitía vivir bien, trabajara o
no mi tío, su esposo. Ella había sido para mí como una segunda madre, y a pesar
de ser una mujer poco preparada profesionalmente siempre tenía la palabra
adecuada para consolarme luego de los problemas con Pedro.
Una de esas tardes en
las que platicábamos animadamente Sol, Nicolás y yo, se soltó un fuerte
aguacero, y no tenía manera de volver a mi casa. Llamé a Pedro ––quien andaba
de viaje–– y le comenté que me quedaría en casa de mi amiga, debido a la lluvia
torrencial. Soledad vivía en una casa de interés social, en una colonia de
reciente creación, donde aún no había suficiente pavimentación, lo cual creaba
problemas de inundaciones. Me sentía ansiosa, casi sabiendo que algo iba a
pasar, algo dentro de mí lo anhelaba, aunque otra parte sentía algo de culpa…
Soledad tenía una
casita pequeña, pero confortable, la sala era bastante cómoda y las cortinas
floreadas le daban un toque campirano que me hacía sentir en medio del campo.
Mientras afuera la tormenta arreciaba, nosotros cenábamos y platicábamos
alegres. Sentí como si de pronto yo no tuviera mis 35 años, sino más bien fuera
una adolescente que se había quedado a dormir con su mejor amiga. Soledad
parecía contenta de verme feliz, yo podía olvidar que tenía tres hijos, un
marido y una vida sin sentido.
Todo se confabuló para
que las cosas se dieran. Soledad se había levantado para traer más refresco. De
pronto se escuchó un fuerte ruido, que hizo tronar el transformador de luz,
dejándonos de inmediato en total oscuridad, quizás solo interrumpida por
algunos breves destellos de aquellos rayos de la tormenta. Grité sin pensarlo y
mi corazón se aceleró, ya que desde niña siempre le he temido a la oscuridad.
De inmediato Nicolás se acercó más a mí, y sentí su mano apretando fuerte la
mía. No alcanzaba a ver nada, pero él me transmitía toda su calma: ––Tranquila,
no pasa nada.
Nicolás era un hombre
que tenía alrededor de 40 años, con un pasado muy parecido al mío. A los 14
años salió de su pueblo, era hijo de padres muy poco preparados, pero él
siempre tuvo un gran deseo de superarse. Había terminado la carrera de
ingeniería, aunque hoy en día trabajaba para una importante empresa que le
permitía vivir modestamente. En la actualidad se encontraba separado de su
esposa por problemas con la familia política, no tenían hijos y él no quería
tener ningún compromiso con nadie por el momento.
Intenté retirar mi
mano, más por culpa que por falta de ganas.
––No me tengas miedo.
No pienso hacerte daño ––dijo él mientras acercaba su cuerpo al mío.
––No, por favor, no…
––mi corazón quería salirse del pecho. Pedro, mi marido, era el único hombre
con el que yo había estado.
Pero Nicolás estaba ya
muy cerca. Se había volteado hacia mí. Sentía su aliento en mi rostro… moría
porque me besara…
––¡Chicos, traigo una
vela para que nos alumbre y seguir platicando ––Soledad llegaba, sin imaginarse
la escena que encontraría. De inmediato se dio cuenta que era un mal momento. Tratando
de disimular, agregó: ––¿Saben? Creo que es hora de irme a descansar, mañana
tengo que trabajar y debo levantarme más temprano. Tengo demasiados pendientes
que atender. Nicolás, te pido algo: cuando te vayas, por favor cierra bien la
puerta. Adela, ponle el pasador a la puerta. Hasta mañana.
Como llegó se fue,
llevándose la escasa luz que traía.
Reaccioné con las pocas
fuerzas que me quedaban.
––No, Nicolás, esto no
está bien. Soy una mujer casada, tengo mi familia, no está nada bien que esté aquí contigo.
Él replicó: ––¿No has
dicho que no eres feliz con Pedro? ¿Que él no sabe apreciarte? ¿Qué tu vida es
miserable a su lado? ––decía esto mientras me abrazaba como si fuera un buen
amigo. Lo cual me hacía sentir a salvo.
Cuando sentí sus brazos
alrededor mío, las fuerzas para oponerme a sus avances flaquearon. Quizás influyó
el que no pudiera verlo, o él a mí. Y comencé a sollozar. La lluvia parecía
acompañar los acordes de mi llanto.
Nicolás me abrazó con
más fuerza, pero ahora se volteó, de frente a mí, tomó mi rostro bañado en lágrimas, levantó mi
barbilla y agregó: ––No debes llorar por él. No lo merece. Debes pensar que aún
eres joven, que tienes mucha vida por delante, y que no todos los hombres somos
iguales.
No pude contenerme más.
Y lo abracé.
Lo demás no podría
describirlo con claridad, ya que todo fue pasando muy de prisa. No supe ni
cómo. Cuando me di cuenta, ya me había entregado a él. Pero mi conciencia no me
dejaba en paz: “Eres una cualquiera. ¿Cómo te atreves a tener que ver con
alguien que no es tu marido? Ya nunca más serás una buena mujer”.
Nicolás se dio cuenta
que no estaba con él, sino llena de remordimientos.
––Dime, ¿qué pasa?
––Pues no debí haberlo
hecho. No me siento bien.
Estábamos medio
sentados en el sillón de la sala, donde habíamos dejado fluir nuestros
sentimientos. Me daba cuenta que descubría a su lado una parte de mí que antes
no conocía. Luego de terminar, me había puesto la ropa interior y la blusa,
dado que sentía vergüenza de mi propio cuerpo. La luz del amanecer comenzaba a
entrar por la estancia, y vi a Nicolás aún desnudo a mi lado. Mirarlo me hizo
ruborizarme casi como una colegiala que acaba de perder su virginidad.
“No he sido yo la que
estuvo con él ––me decía––. O quizás, por primera vez, me había permitido ser
quien era realmente”.
Aunque debo admitir que
no fue una relación tan placentera en lo físico, sí lo fue, ya que por lo menos
él era menos tosco que mi propio esposo. Lo que más me había sacudido era darme
cuenta que yo podía dejarme ir, sin pensar en nada más. Influyó quizás el hecho
de que ambos estábamos a oscuras.
Entonces él se levantó,
comenzó a ponerse la ropa como si en ese momento se detuviera la escena
anterior, y diera paso a la terrible sensación de rutina que ya me esperaba
igual que todos los días.
Mi corazón dio un
vuelco.
––¿Qué va a pasar
ahora? ––pregunté con ansiedad.
Él volteó a mirarme y
me devolvió la pregunta: ––¿Qué quieres que pase?
Mi cabeza daba vueltas,
no atinaba a decir nada. Por un lado la tentación de engañar a Pedro era muy
grande; él había tenido varias mujeres estando casados. Al principio, yo sufrí
mucho. Ahora, ya no me importaba demasiado, más que en mi orgullo herido. Por
otra parte estaban mis hijos, ellos no tenían culpa de nada… y al final pudo
más eso.
––No Nicolás, creo que
debemos olvidar lo que pasó. Tengo que seguir mi vida; soy madre y esposa.
––¿Estás segura de lo
que dices? ––dijo él, aún sin abrocharse la camisa, y se acercó mientras me
tomaba de las manos––. ¿Eso es lo que quieres? ––insistió.
Trató de besarme otra
vez, pero la luz ya me permitía ver, lo que no había visto. No tenía la
complicidad que me daba la oscuridad.
A pesar de las dudas,
mi corazón ansiaba gritar y decirle: “¡No, Nicolás, no te vayas, no me dejes
encerrada entre cuatro paredes, llena de sueños rotos, de días y noches sin
sentido!”.
Sin embargo, de mis
labios salieron estas palabras: ––Lo siento. Debo regresar a casa ––mi voz
sonaba apagada, igual que se estaba apagando también mi vida.
No sabía que sería de
nosotros, así que lo dejé partir.
Los días pasaron, casi
no podía dormir, ni comer, mucho menos hacer mis quehaceres. Mis hijos me
preguntaban si estaba enferma, porque no les hacía caso. Pedro comenzaba a
sospechar algo, le parecía extraño ver lo mucho que descuidaba yo la casa. Era
algo que me importaba tan poco...
Me movía como una
autómata. Fingía seguir siendo la misma, pero no lo era. Ya nunca lo sería.
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